miércoles, mayo 13, 2015

Horror Vacui, Paula Lapido

Salto de Página, Madrid, 2014. 304 pp. 17,90 €

Victoria R. Gil

Tras su libro de relatos Teoría de todo, finalista del Premio Setenil en 2010, y de haber participado en varias antologías de cuentos durante los últimos años, Paula Lapido publica Horror Vacui, una ambiciosa narración de obsesiones y engaños a medio camino entre la novela negra y la psicológica. De la primera no le faltan los personajes misteriosos, la seductora mujer fatal y, por supuesto, los asesinatos. De la segunda, el protagonista atormentado, en este caso, por el vacío de un pasado que no puede recordar, lo que le obliga a colmar con dibujos otros vacíos a su alcance, ya sean de papel, de ladrillos o de piel humana.
Isaac es un tatuador huraño con poco trabajo y aún menos vida social, que malvive en un cuchitril en el que ocasionalmente se aventura algún cliente. Pero las limitaciones materiales no le quitan el sueño, está demasiado ocupado contando escamas, las trescientas cuarenta y cinco exactamente que tiene el pez que dibuja una y otra vez con una compulsión agotadora. Lapido transmite con precisión el caos de su mente torturada, un caos que ya nos asalta, por cierto, desde la misma cubierta del libro, un maremágnum de peces tan inquietante como abrumador, ilustrada por Javier Jubera: «Peces. Peces. Una escama, dos. Escamas. Lagartos. Peces. Peces. Se descubrió a sí mismo reproduciendo de nuevo el gesto de los dedos de Antonia. Un movimiento por cada paso de ella. Clac. Pulgar-índice. Clac. Pulgar-Corazón».
Tras la noche en la que Isaac descubre el cadáver de un hombre degollado sobre la acera, su solitaria vida dejará de serlo, aunque cada nueva persona que conozca resulte aún más extraña que la anterior: la hermosa mujer que le encarga un trabajo imposible; el constructor de autómatas; la fabricante de pelucas de edad indefinida, o el vagabundo que necesita tener siempre dos cosas diferentes en cada mano. Este insólito catálogo de personajes y las situaciones en que se ven envueltos, que Isaac no siempre logra comprender, evocan por momentos ese país maravilloso de Alicia en el que la mujer más bella puede ser también la reina más sanguinaria y donde nada es lo que parece, empezando por la propia Alicia.
Aunque Paula Lapido se sirva de la intriga para mantener atrapado al lector en la resolución del crimen, el verdadero enigma que debemos resolver es el que representa Isaac, cuya memoria asemeja ese lienzo en blanco que necesita imperiosamente llenar. De su pasado no conserva más que los últimos diez años, ocupados en tatuar cuerpos humanos y dibujar peces de trescientas cuarenta y cinco escamas como si la exactitud de su diseño fuera el único medio de recobrar la memoria. El vacío constante en que vive alcanza a todos los ámbitos de la novela, incluido el geográfico, ya que ni un nombre ni una descripción nos permiten reconocer la ciudad o el país en los que transcurre la acción, que hasta los nombres de los personajes sugieren orígenes diversos: Alois, Emil, Otto, Maurice, Nancy…
Esa nebulosa deliberada, reflejo de la bruma que rodea al protagonista, llega a resultar casi alucinógena cuando las obsesiones de Isaac arrastran la narración a situaciones que tanto pueden ser reales como sólo un producto de su mente trastornada. O un sueño. O un recuerdo que pugna por volver.
El editor destaca en la contraportada de Horror Vacui los guiños de la autora a Philip K. Dick, y a David Lynch. Del primero es imposible no pensar en su novela corta ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y en la película que la hizo famosa en todo el mundo, Blade Runner, donde ni siquiera el mismo cazador de androides puede estar seguro de su propia naturaleza. Del Lynch de Blue Velvet reconocemos su atmósfera onírica, casi de pesadilla, en la que todos sus personajes parecen abocados al desorden emocional y al desequilibrio mental.
Es muy de agradecer el riesgo que Paula Lapido asume con esta obra tan alejada de complacientes rutas narrativas, que destaca sobre todo por su honradez y por su empeño en recorrer los caminos más tortuosos de la mente humana con un estilo propio y muy trabajado. Su Isaac se suma ya a la interesante nómina de antihéroes empujados a resolver no un simple crimen, sino incógnitas mucho más urgentes como la de la propia identidad.

martes, mayo 12, 2015

La volátil, Mamma mia!, Agustina Guerrero

Lumen, Barcelona, 2015. 144 pp. 14,90 €

María Dolores García Pastor

En 2012 Agustina Guerrero, diseñadora gráfica y dibujante argentina, sufrió un robo en su domicilio. Los cacos se llevaron su ordenador con el trabajo de varios meses en el disco duro. En vez de frustrarse, Agustina echó mano de “la Volátil”, personaje autobiográfico que había inventado un par de años antes para protagonizar su diario íntimo ilustrado. No se le ocurrió otra cosa que crearle un blog que rápidamente tuvo gran difusión y repercusión y miles de seguidores ante el asombro de la madre de la criatura.
Tras el éxito de Diario de una volátil, publicado en varios idiomas y que ya ha alcanzado en España su quinta edición, llega La volátil, Mamma mia! De nuevo la protagonista, como el propio título indica, es la volátil, el alter ego de su creadora, una treintañera tímida, insegura y muy expresiva a través de la que esta ilustradora satiriza, entre otras muchas cosas, sobre su propia timidez y volatilidad.
En esta nueva entrega de la volátil, que camina a la par que su autora, la protagonista se queda embarazada y nos sumergimos con ella en unas páginas llenas de mareos, líquido amniótico, antojos, inseguridades, preocupaciones y muchas risas. Sigue siendo la misma con su ya clásico jersey de rayas, sus pantalones negros y su moño despeinado sujeto por un palito. Pero ahora, con las hormonas en danza, es mucho más volátil que en su primera aventura, si es que eso es posible.
El libro se divide en los tres trimestres que dura el embarazo y comienza con una especie de prólogo, ilustrado, por supuesto, llamado “El gran test”. Estaremos presentes en el mágico momento en el que la volátil se hace su test de embarazo y a partir de ahí viviremos con ella y su pareja la gran aventura que es el periodo de gestación hasta el momento de las contracciones y de la carrera hacia el hospital. Cuenta Agustina Guerrero que el libro fue narrado en tiempo real según le iban sucediendo las cosas aunque añadió el color cuando ya tenía a su bebé en los brazos. Un libro entretenido y divertido, pero también muy recomendable para desmitificar y quitarle hierro a muchos aspectos del embarazo. Imprescindible para parejas que afrontan “la dulce espera”.

lunes, mayo 11, 2015

Mi marido es un mueble, Esteban Gutiérrez Gómez

Lupercalia, Alicante, 2015. 142 pp. 12,95 €

Miguel Baquero

Tengo al madrileño Esteban Gutiérrez Gómez por uno de los mejores practicantes y teóricos del cuento que existen en la actualidad en nuestro país. Novelista también, y poeta (bajo el seudónimo de Baco), sus relatos han sido publicados en numerosas revistas, antologías, especiales; el mismo ha sido el coordinador de varias antologías, impulsor del “Manifiesto por el cuento” y la jugado un papel primordial en la creación de la revista “Al otro lado del espejo”, dedicada en exclusiva al relato. Tan fructífera carrera, podríamos decir, “cuentista” aún no había sido culminada con la publicación de un libro en solitario; una circunstancia a la que ahora viene a poner remedio este Mi marido es un mueble que, tras varias vicisitudes y accidentes, ha acabado viendo la luz en la joven editorial Lupercalia, un sello donde ahora mismo se están acogiendo un buen número de escritores con una voz firma y ganas de decir.
Lo primero que sorprende, y muy gratamente, de este volumen es su coherencia, su rotundidad. No encuentro otra manera de expresar lo siguiente: hay escritores que toman un libro de relatos como una oportunidad (sobre todo si son primerizos, o es el primero que publican) donde “meter” todo lo que han escrito y les parece de merito, donde mostrar todo su trabajo aunque los cuentos sean dispares en el tema o en el tratamiento. No es este el caso, desde luego, aunque no me cabe duda de que Esteban Gutiérrez Gómez tendría decenas, o centenares de cuentos magníficos a rescatar y con los que formar un libro voluminoso. Sin embargo, ha tenido la intuición, o seguramente el oficio, de entregar a la imprenta un libro centrado en un tema…. visto desde múltiples aristas, desde luego, tantas (17) como cuentos hay, no es desde luego el mismo relato (que también ocurre así en algunos libros) escrito diecisiete veces. Cada uno tiene un tono, unos protagonistas bien diferenciados, forma un pequeño mundo, pero todos tienen como tema unificador; el del matrimonio.
El matrimonio no como la culminación clásica de ese “y comieron perdices” en que acababan antes los cuentos, sino el matrimonio en sus días finales, o mejor: críticos, cuando la pareja se tambalea, cuando el amor parece haberse extinguido… o no, no es una apariencia, se ha extinguido de verdad. Cuando la rutina, a veces, da paso a los reproches, los reproches al rencor… y del rencor incluso alguna vez se salta al odio. El matrimonio, en definitiva, como espacio de confrontación, para lo bueno y para lo malo: este es el lugar que radiografía Esteban Gutiérrez Gómez con una técnica literaria intachable… pero eso casi que se daba por descontado en alguien de su excelente trayectoria.
Aunque en numerosas ocasiones ese alarde técnico te sorprende. Lean, por favor, el relato titulado “Miedo”: tiene uno de los mejores finales de cuento que uno ha leído nunca.
Pero, como decía, técnica depurada, intachable aparte, Mi marido es un mueble es un excelente libro de relatos porque en él demuestra el autor tener lo que ya Larra señalaba como imprescindible para quien quisiera escribir, y es un conocimiento profundo del corazón humano. Los personajes que perfila Esteban Gutiérrez Gómez en este libro de cuentos son, del primero al último, personajes vivos, comprensibles (no confundir con disculpables) aun cuando estallan en ferocidad, sus mínimas tragedias parecen no haber sido inventadas, sino vividas por el mismo autor; no he hallado un solo carácter increíble, paródico, falto de definición; es toda gente viva a la que casi oímos respirar en las páginas. Unido todo ello (la verosimilitud de cada párrafo, la técnica de cada cuento, la unidad del conjunto), Mi marido es un mueble supone uno de los mejores libros de relatos publicados en los últimos tiempos.

viernes, mayo 08, 2015

Monasterio, Eduardo Halfon

Libros del Asteroide, Barcelona, 2014. 128 pp. 13,95 €

Pedro Pujante

Cuando no tengo demasiado claro a qué género pertenece el libro que estoy leyendo siento una especie de felicidad, de complicidad con el autor y reconciliación tácita con la propia lectura. Esto me ha ocurrido con Monasterio, de Eduardo Halfon (Guatemala, 1971). Un autor hispanoamericano de ascendencia judía. Estos datos no resultarían relevantes si no fuese porque en esta novela, de corte testimonial, a mitad de camino entre la ficción y la autobiografía, nos relata algunos de los episodios que un tal Eduardo Halfon vivió. Un viaje a Jerusalén para asistir a la boda de su hermana.
Es a raíz de este viaje transoceánico y transcultural cuando la memoria comienza a independizarse del proyecto narrativo, y opera de forma involuntaria. A media voz, se entremezclan los eventos que le suceden en su aventura por el convulso Oriente Próximo con los retazos de la memoria. Y es quizá visto de esta manera el viaje físico una mera excusa para hablar y contar lo que pasa por la cabeza del narrador en ese otro viaje que también es recordar. Aunque todos estos apuntes se dirigen y rondan un tema común: la identidad difuminada en la masa familiar, la cultura heredada frente a la independencia adquirida, el choque entre culturas, el pueblo judío y su folklore. Se interroga Halfon (narrador, personaje, autor, no estamos muy seguros) sobre su propio origen, sobre la pertenencia a una raza mediante la deuda de la sangre. Sobre aquellos episodios, al parecer anodinos, de la niñez, de la juventud. La familia y la tradición como lastres insoslayables.
Son estas páginas unas memorias sutiles, susurradas casi, en algunos momentos cargadas de emotividad y lirismo, pero sin caer en lo patético ni en lo sentimental. Un mirar lúcido y sincero es la mejor herramienta para rebuscar en el pasado, para adentrarse en los resquicios que la memoria logra percutir en la propia existencia.
Entre los más vívidos recuerdos, Halfon recupera la muerte del abuelo, un viaje a Polonia, un antiguo amor que el destino parece quererle volver a regalar.
El narrador se muestra un hombre sencillo que analiza su paso por la vida sin acritud, con una falta de moral que consigue, como ya hemos apuntado, hacer que el relato se escuche con nitidez, sin estridencias y frialdad cercana (si es que esto es posible).
Quizá escribir sea una forma de redimirnos. Como dice el propio narrador, ‘cada persona elige cómo quiere salvarse.’ Quizá Eduardo Halfon haya elegido escribir estos fragmentos de su memoria para poder usarlos algún día como tabla de salvación en el mar inexorable de la vida, del olvido, de la pérdida. O quizá, como hacen algunos de los personajes que se mencionan en el último tramo del libro, su salvación consista en renunciar a ser él mismo, ser otro, intercambiar la identidad para poder ser uno mismo. Para sobrevivir.

jueves, mayo 07, 2015

Distancia de rescate, Samanta Schweblin

Literatura Random House, Barcelona, 2015. 124 pp. 13,90 €

Ariadna G. García

Nuestra civilización industrial se consume, y pretende arrastarnos al abismo con ella. De mil modos. Uno consiste en mermar nuestra capacidad reproductora. La contaminación, los transgénicos, los pesticidas tóxicos o el ritmo acelerado de nuestras existencias están infertilizando a la humanidad, al menos en los países más desarrollados. No hay más que ver y oír la cantidad de anuncios de clínicas de reproducción asistida para constatarlo, no hay más que hablar con familiares y amigos para ver el alcance del drama. Pese a todo, con dinero y ánimo, salimos adelante. La mayoría. Pero ahí no acaban los problemas, sino que empieza una nueva ronda de incertidumbres y de inseguridades. Las madres y padres del siglo XXI han de enfrentarse a enemigos invisibles que acechan a sus vástagos. De poco importa que unas y otros calculen la distancia de rescate necesaria para socorrer a sus hijos en caso de emergencia. Porque hay amenazas que no se pueden ver. Muchísimas. Desde la vida virtual on line y las redes sociales, al aire que respiramos, o al mercurio espolvoreado en los peces que nos comemos. Así, la maternidad y la paternidad convierten a las mujeres y a los hombres en seres vulnerables. Más que nunca hasta ahora. Se vive con el miedo. Miedo a la malformación del feto, al cambio brusco y repentino del carácter de nuestro descendiente, a la destrucción del vínculo sentimental, y a la pérdida física. Pues de esa gradación del pánico, precisamente, nos habla Samanta Schweblin en su primer relato extenso, que sin ser una obra de terror, flirtea con el género.
La obra se sostiene por medio del diálogo entre dos personajes: David (un niño de 9 años) y Amanda (madre de Nina -una niña de 3- y amiga de Clara -la madre del primero-). Ambos interlocutores invierten sus roles sociales, siendo el niño quien guía la conversación, plantea las preguntas, y elige y descarta los temas a tratar. La función de David, por tanto, es metadiscursiva, pero sobre todo, es el encargado de imprimir ritmo a la historia, de dotarla de un carácter de urgencia, de generar tensión en los lectores. Amanda, a su vez, será la responsable de la narración de los hechos que la tienen postrada en una cama, convaleciente. Este diálogo-marco, por otra parte, activará una segunda intriga, donde Clara –la madre del niño– asumirá el rango de para-narradora de un accidente previo al que nos ocupa.
Poco más se puede decir de una obra tan breve (124 páginas, la letra generosa) sin delatarla. Sólo añadiré que su autora –argentina de nacimiento– conoce sobradamente los cuentos de Ignacio Quiroga y Julio Cortázar, es decir: sabe cómo introducir ya no la fantasía –que también–, sino el horror en nuestro mundo cotidiano. La huella de Carlos Fuentes y Juan Rulfo también marcan la páginas del libro, de lectura inquietante y perturbadora.

miércoles, mayo 06, 2015

Cromáticas, Jorge Zentner y Rubén Pellejero

Astiberri, Bilbao, 2015. 64 pp. 16 €

Jaime Valero

En el albor de la década de los 80 del siglo pasado se formó uno de los tándems más interesantes del cómic contemporáneo en habla hispana. Se trata del formado por el guionista argentino Jorge Zentner y el dibujante español Rubén Pellejero, quienes dejaron su impronta en cabeceras míticas de la época como Cimoc y Cairo a través, primero, de historias cortas, y posteriormente con la gestación del carismático aventurero Dieter Lumpen, cuyas vivencias ocuparon cinco álbumes recopilados recientemente por Astiberri en un volumen integral. Zentner se perfiló como un guionista capaz de condensar muchísima información en apenas unas pocas páginas, de describir situaciones y personajes con una envidiable economía narrativa que busca la complicidad del lector para completar las lagunas y terminar de dar cuerpo a las historias que surgen de su mente. Por su parte, Pellejero es un dibujante portentoso que aúna en su pluma las influencias de clásicos norteamericanos (Alex Raymond, Milton Caniff) y europeos (Hugo Pratt, Jacques Tardi), para quien la creación de atmósferas no tiene ningún secreto, tanto en el blanco y negro de sus comienzos como en la rica paleta de color que cultivó a partir de mediados de los 80.
Cromáticas, el álbum que hoy nos ocupa, recoge cinco historias cortas que ambos autores realizaron a principios de los 90, en el lapso de tiempo que separó la última aventura de Dieter Lumpen de su siguiente obra larga, El silencio de Malka. Un lapso de tiempo que se alargó debido a la dificultad para encontrar editor, y en el que, claro está, también había que pagar facturas y llenar la nevera. Esa deriva económica fue el detonante que hizo surgir estas cinco historias que atestiguan la versatilidad de ambos autores, puesto que cada una ofrece temáticas, enfoques y personajes totalmente distintos entre sí. El nexo que las une es el color, de ahí el título de este recopilatorio, ya que en cada una de ellas predomina un color diferente, desde el azul en la emotiva “Blues”, que cuenta la caída en desgracia de una diva de la moda llamada Zualha a través de los ojos de un pez, hasta el rosa de “The Pink Neon”, una suerte de homenaje al cine negro de los 40 y los 50 con un misterioso asesinato en el que, al contrario de lo habitual en el género, lo más importante no es su resolución. Otro punto de cohesión entre estas historias tan aparentemente dispares es la irrupción de lo fantasioso e irreal en la vida cotidiana, como el niño que parece controlar el mundo desde sus maquetas ferroviarias en “Nieve”, o el asceta que intenta congelar el tiempo en “Le Mont Blanc”. Por último, esa economía narrativa de la que hablábamos antes, ese talento para construir un todo a partir de escenas fragmentadas, alcanza su culmen en “Gris y rojo”, la historia que cierra este volumen.
Pese a su brevedad, apenas 10-12 páginas por historia, cada una de estas narraciones nos ofrece un microclima historietístico completo, un desfile de personajes complejos y una estructura narrativa que nos obliga a la relectura para sacar todo el jugo posible de cada uno de estos cinco relatos en viñetas. Cromáticas, por su perfecta comunión entre guionista y dibujante, donde cada página está repleta de detalles para el lector atento, nos recuerda que cuando se suprime lo superfluo y se potencia lo esencial, el resultado es inmejorable.

martes, mayo 05, 2015

Personajes secundarios, Manu Espada

Menoscuarto, Palencia, 2015. 100 pp. 12 €

Miguel Baquero

Largo tiempo, me consta, ha estado este libro pendiente de salir, desde que el autor firmó su publicación. Por diversas circunstancias, Personajes secundarios, el cuarto libro de relatos de Manuel “Manu” Espada (Salamanca, 1974) —tras El desaguace, Fuera de temario y Zoom—, no acababa de ser entregado a la imprenta, mientras su autor, poco a poco, iba acumulando premios, concursos e incluso aparecía mencionado entre los mejores microcuentistas en la antología de Cátedra. Mientras, en resumen, Manu Espada se convertía en un nombre de referencia actual dentro del hiperbreve.
Ahora, al fin, sale este Personajes secundarios y para sorpresa del reseñista no se aprecia en ninguna página del libro que nos encontramos ante un producto tempranero del escritor, sino que en todas las páginas se nos muestra a un autor maduro, que sabe lo que está haciendo y tiene muy claro a dónde quiere ir, que quiere transmitirnos, con su libro. Este Personajes secundarios se encuentra armado en torno a una figura, la de Daniel, el hijo del escritor, a quien en determinado momento se le diagnosticó una variedad del autismo por la que, le dijeron a su padre, era posible que no consiguiera hablar, expresarse con palabras.
A partir de ese día, Daniel comenzó a llevar un “libro viajero”, donde le iban apuntando con ilusión de futuro los momentos de su vida, como la primera vez que montó en bicicleta o que aceptó un abrazo… hasta que en un determinado momento el niño “dio agua. Se escuchó a sí mismo y le brillaron los ojos…”.
Personajes secundarios no es, por supuesto, la transcripción de ese libro íntimo y personal que a partir de ese primer “agua” es de suponer que continúa sucediéndose día a día. “Personajes secundarios” es el libro donde el padre de Daniel, Manu Espada, fue escribiendo sus esfuerzos porque esa primera palabra surgiera de un insondable fondo. No es un libro fechado, ni minutado, no se trata de observar científicamente una progresión —aunque el libro se halle dividido en tres partes, metáfora de la evolución de Daniel: ”Silencio”, primero; “Ruido”, después; “Palabra”, al final—. Por el contrario, se podría decir que “Personajes secundarios” es el mapa de la estrategia seguida por el autor para traer a ese niño al mundo de la palabra y el sonido como forma de expresar sus sentimientos.
Para ello, Manu Espada empleó, sencillamente, la imaginación. Y la inteligencia. Imaginación para que surgiera la idea; inteligencia para realizarla: es decir, para tomar cuantas historias infantiles se encontró, cuántos personajes famosos consiguió recordar, cuantos estereotipos, cuantas escenas trilladas, cuantas frases hechas pudo encontrar a su alrededor... y luego descomponerlas todas ellas, tratarlas como en un juego, encontrar las numerosas, numerosísimas versiones distintas que puede tener una historia. Tomar también la tipografía, y hasta los sonidos, y sacar de ellos el máximo juego mediante el juego: imaginar, por ejemplo, un relato construido solo con la letra E, o un personaje prisionero de las páginas, o uno que se mueve del principio al final con una velocidad increíble…
Jugar con el lenguaje, con el sonido, con el grafismo, y por último con la literatura para enseñarle a un niño este mundo que le está esperando lleno de signos y rasgos torcidos que, sin embargo, significan algo. Y de paso que Daniel entiende, nosotros, los lectores, también asistimos fascinados a ese juego y hasta en alguna ocasión nos gustaría sumarnos al pequeño grupo de padre e hijo y escuchar esa historia distinta, peculiar y tan divertida en que se pueden volver a construir las historias…